Caen las hojas en otoño,
caen al ritmo de mi melancolía,
unas caen lentas, suaves, acariciando la brisa,
otras como un guiño, pasan casi desapercibidas;
bailando al mismo compás con el viento, se precipitan la mayoría.
Tonos anaranjados, ocres, rojizos y amarillos,
los vislumbro cual paleta de colores.
El verano, ¡Cómo lo echo de menos!
Con su sol radiante y sus maravillosos olores,
con la alegre algarabía de los pájaros
y cómo no, con sus brillantes flores.
Ahora es tiempo de recogimiento,
de mirar hacia adentro,
de soltar todo aquello que ya no sirve,
y poder coger fuerzas,
para soportar el duro invierno.
Cuando miro a mi alrededor,
la mayoría de mis camaradas ya están desnudos,
menos mal que algunos nos resistimos,
llevando la contraria, simplemente siendo diferentes,
dando al paisaje, de verde esperanza unos toques.
Aquel pino de allí,
también es de los míos,
Se muestra desafiante y altivo,
y soporta bien el frío.
Qué efímera es la gloria
y qué pena me da el pobre,
cuando lo pille la procesionaria,
no va a dejar nada de esa mole.
Esa oruga pequeña y silenciosa,
va ascendiendo por su tronco,
muy lenta y sigilosa.
Cuando consigue alcanzar su pequeño-gran objetivo,
echa un ovillo como si una merina fuera,
le chupa la savia, las entrañas,
no deja un ejemplar vivo.
Cuál parásito indestructible,
le da igual la altura, el tamaño o el grosor,
aquí caen tanto grandes como pequeños,
los corta como un serrucho demoledor.
Sin ruido, sin apenas movimiento,
en su interior, todo queda destrozado.
Yo les oigo agonizar
y me gustaría poder ayudarles,
pero estoy tan cansado
y pesan tanto mis anillos y ramas,
que ni decirles si quiera, puedo palabras.
Hace tiempo que vivo por vivir,
pero aguanto porque sé que de mis frutos sacan algo maravilloso,
el oro líquido, ellos le llaman,
y que aquí en el Mediterráneo,
lo venden a precio de oro como si fuera una tisana.
De él mil recetas han sacado,
y dicen los entendidos,
que tomarlo mejora su salud
y les encanta desde al pequeño agricultor,
hasta a el gourmet mayor.
Pero a mí no me tratan como tal,
cuando me varean me duelen las ramas,
van a destajo y todo les da igual,
se creen que por ser un árbol no merezco ningún mimo ni cuidado;
Que de cualquier manera pueden tratarme,
no se dan cuenta de que si fueran más delicados conmigo,
yo les daría mis aceitunas
más grandes y más bonitas,
sin necesidad de tanto movimiento ni de tanta maquinita.
Mira que cuando están cerca, se lo intento comunicar,
les mando una paloma mensajera,
¡Sólo le falta el sobre, de verdad!
Pero ellos están ciegos y sordos,
sólo quieren el máximo beneficio,
como si yo o cualquier otro,
fuéramos acaso su piso.
¡No soy de su propiedad,
y la naturaleza no es de nadie!
Sólo estamos aquí de forma desinteresada,
la tierra nos ha parido para tener con ellos un detalle;
sobre todo con los más pequeños,
para que el día de mañana,
no existamos sólo en sus sueños.
Suerte van a necesitar,
pues cuando esos pequeñines crezcan,
no sé si quedaremos árbol alguno en pie,
o algo que a una planta se le parezca.
Echo de menos a sus antepasados,
que utilizaban los recursos justos
y cuando te querías dar cuenta,
te habían colgado una prenda,
o a tu lado algo maloliente habían plantado.
Supongo que esta melancolía,
viene de los años que ya me pesan;
centenario olivo dicen algunos que soy,
aunque yo ya he perdido la cuenta.
Siento que ya no tengo fuerzas,
de vivir más estaciones,
no quiero ya ni dar frutos
ni aguantar muchos más sermones.
Sólo quiero fundirme con la tierra,
en una chisporroteante hoguera,
escuchar el sonido de gaitas
y que dancen a mi alrededor las meigas.
Asi que a esa malvada procesionaria,
voy a mandarle una paloma mensajera,
con mi nombre y dirección
y hasta mi mail si ella lo quisiera,
para que no se equivoque de árbol,
y que por favor venga a mi derrededor,
y en vez de atacar a esos pequeños pinos,
tan tiernos e indefensos,
les deje de una vez en paz
y que se cebe conmigo,
yo le doy todo mi tronco enterito.
Le cedo toda mi savia,
y a cambio sólo le pido,
que me de otro destino,
donde pueda descansar,
al final de mi camino.